miércoles, 16 de febrero de 2011

Mi hermana


En este mundo no hay nadie más distinto a mí que mi hermana. Somos agua y aceite, si ella piensa A, yo creo que es mejor Z. De hecho, hay personas que me conocen y que hace muy poco se enteraron que tengo una hermana mayor. Poco o nada hablo de ella, y cuando lo hago, generalmente no tengo cosas muy halagadoras qué decir.

Entre las dos no sólo nos distancia un océano, sino que también años y años de silencio y desencuentros. Nos distancia mi dolor ante los hechos y su habilidad aterradora de bajarle el perfil a lo que sucedió.

Sin embargo, hace unos meses ella dio el primer paso y me buscó para hablar. Y yo, después de mucho batallar con la rabia, el dolor y la pena, estaba lista para esa conversación, que fue ruda, difícil, pero muy sincera. Era necesaria y supongo que llegó en el momento preciso. Después de eso, me sentí distinta, liberada, preparada para seguir con mi vida, para permitir que de una buena vez todo eso dejara de definirme y guiar mis pasos.

A partir de ahí comenzamos a comunicarnos más seguido gracias a la tecnología, con alguno que otro bache, como su intentona de dárselas de hermana mayor preocupada. No, eso no lo tolero.

La cosa es que nos volvimos a encontrar. Como me suele pasar con ella, estaba algo nerviosa antes que llegara. Ahí la tuve junto a mi sobrina (que está más mina que nunca) sentada en mi comedor, hablando de la vida, y un gran etcétera. Verla ahí frente mío me genera aún mucho ruido, y pienso: "¿Quién es esta extraña? Ah, mi hermana, de veras", a veces ironizo. Se me erizan los pelos cuando tiene la patudez de ser bruja con mi sobrina y no dejarla salir porque “hay tanta gente loca afuera, una nunca sabe”. Mi lado dolido no lo piensa dos veces y responde: “Gente loca, tú lo has dicho”. Eso me sangra del corazón, porque mi hermana es para mí una contradicción con patas.

Recién hoy soy capaz de respirar el mismo aire que ella, recién ahora, soy capaz de hablarle y de mirarla sin tanto odio y resentimiento. No obstante, esos sentimientos dolorosos regresan de cuando en cuando y hoy es uno de esos días. Siento rabia y pena a la vez. Pienso en lo que pasó y me duele el confirmar con mi alma que ella debió protegerme, que debió creerme, que debió abrazarme. Pero me dejó tirada a mi suerte, así como me dejó tirada mi madre también. Nunca nadie me preguntó ¿estás bien? ¿estás triste? No, era mejor tomar la basura y esconderla debajo de la alfombra para no verla y pretender que éramos la familia feliz.

Yo, por ella, me banqué muchos años de esta imagen de la familia feliz. Me quedé callada, nunca dije nada y siempre aguanté las onces, cumpleaños, navidades y hasta vacaciones con la cara llena de risa. No valió la pena, sólo agudizaron las penas, por eso también digo que mi madre me dejó tirada, ella debió saber mejor, pero bueno, también sé que hizo lo que tenía la capacidad de hacer.

Si me preguntas si quiero a mi hermana, no sabría qué decir. Cómo querer a una extraña que no tiene idea de mi vida, cómo querer a alguien que simplemente ha estado ausente en las buenas y en las malas durante tanto tiempo. Yo no quiero a nadie sólo por lazos sanguíneos, yo quiero a la gente que forma parte de mi vida de manera real.

Supongo que en días como hoy no sé cómo acomodarla en mi vida, no sé dónde colocarla. Queda así como… dando botes. Pero a la vez, pienso que vale la pena, no por ella, sino que por mí, porque esto a la larga me va a servir, o sea, ya me sirve.

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