lunes, 27 de diciembre de 2010
Mi Navidad
Estuvo piola, tranquila, conversada, pero también sorpresiva. Lo pasé con Frank y Paris, junto a mi incondicional Marley, incluso me quedé esa noche en mi ex casa. Los quiero a los dos, claro que debo decir que cada vez que sé que los voy a ver en una jornada prolongada, me preparo sicológicamente para sus peleas y discusiones bobas del estilo “ya poh vieja, ven a sentarte, siempre te dai muchas vueltas” o los “viejo, ¿qué estás haciendo? ¡No! Pucha qué eres torpe” o la infaltable acotación respecto a mi peso “qué bueno que no has subido, antes estabas muy gorda”. Nice...
No hay Navidad sin estos argumentos, no hay juntas sin estos alegatos, ni visitas sin estas acotaciones derechamente desubicadas. Antes, no las soportaba, pero ya con los años y, después de algunas terapias, me doy cuenta que es lo que hay y a partir de eso hay que acomodarse y construir una relación con ellos.
Como sea, estuvo bien, incluso con mi padre – hombre al que le cuesta esta cosa de las emociones – tuve una conversación, si bien express, bastante profunda y que no estuvo, en esta oportunidad, construida en base a bromas como que soy la Elizabeth Taylor de la familia porque llevo a cuestas una separación.
Hablando del futuro, me dijo y cito textual “hija, lo que tienes que hacer es buscar a alguien a quien querer y que te quiera devuelta”. Esa frase, que es muy simple, sin grandes palabras ni artilugios me quedó rondando por varios días. “Buscar alguien a quien querer”, aún me hace ecos, porque me hace tanto sentido, la encuentro poderosa y bella, más aún viniendo de Frank. Y es justamente lo que voy a hacer y es justamente lo que estoy haciendo, granito por granito, paso a paso.
Esa fue la primera parte de mi Navidad. La segunda patita fue con M. Nos juntamos el domingo a almorzar. Qué rico juntarse con él con la mente despejada y sin 9 horas de trabajo encima, el panorama cambia completamente. El tema es que de la nada, me dice “oye, el viejito pascuero, más tonto, cachai que se equivocó, vino para acá y te dejó algo para ti”.
Y yo con cara de plop lo miré mientras me pasaba una deliciosa cajita de chocolates. Ahí quedé, con mi discurso de "no importa que no nos regalemos nada, porque si lo hago quizás va a pensar que estoy muy embalada" – en la mano. Con el corazón detenido y con ganas de decirle miles de cosas. Sólo atiné a mirarlo, lanzarme a sus brazos y darle las gracias, excusándome de no tenerle nada… “No importa, hay tantas otras formas de demostrar el cariño”. Y ahí quedé de nuevo, apenas respirando.
No fueron los chocolates, pudo haber sido una pelusa y yo habría reaccionado igual. Fue el gesto y lo que hay detrás del gesto, fue lo que rodea al gesto, fue lo que dijo sin palabras.
En el camino devuelta a mi casa, dije – sin pensar, obvio, porque si la pienso me da miedito – “ojalá que esto durara para siempre”. Él me miró y me dijo “entonces hay que cuidarlo”. Y lo hago o por lo menos lo intento. Lo que tenemos, que no tiene nombre, ni plazos ni conoce de imposiciones ni de rutinas, ilumina una parte de mi vida que ha sido azarosa, que ha estado llena de espinas y de contradicciones.
Me ha costado ser feliz en pareja, vaya ironía para alguien que no sabe estar sin alguien al lado. Pucha qué me ha costado, pero hoy siento que merezco lo mejor, lo más lindo, un hombre que me quiera con todo, que me ame, que me desee, que esté ahí cuando lo necesite y no sólo cuando se acuerda. Hoy no aspiro a menos.
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