Vengo llegando de un viaje tan lindo a Baires.
Lindo en todo sentido, desde la arista más personal, como el hecho de haberme podido
organizar bien con todo para tener la libertad y la independencia de decir “hey,
me voy de viaje”, pasando porque necesitaba descansar un rato, porque fui con
N, porque pasaron cosas importantes allá, y porque vaya, qué linda y viva
ciudad que es.
Sin duda tienen problemas – de delincuencia y corrupción
especialmente – pero allá la gente goza lo que tiene. Los bonaerenses son
gozadores. Comen, toman, hablan a destajo. Los parques están llenos y nadie
mira al otro feo porque se tira en el pasto, porque lleva un picnic, porque se
pone a tomar sol en bikini o porque toma mate. Acá, hacer eso es de rotos. Qué
atroz, cómo es eso de andar sin polera en en Parque Bustamante o Baquedano, eso
es como a la altura de bañarse en una pileta del centro.
Los restaurantes, los cafés los pubs atienden
hasta tarde y la gente que va, no se pone a mirar el celular cada cinco
minutos. No se pone a twittear lo que están haciendo, ni sacan fotos de la
comida, ni nada. Ellos gozan. Gozan el minuto, el café conversado, el gusto de
la pizza, el sabor del trago. Disfrutan del contacto humano o de por último
leer el diario en silencio.
Eso me hizo pensar en lo culposos que somos,
especialmente nosotras las mujeres. Si estamos delante de un plato rico, lo
comemos, pero con culpa, pensando que no estamos saliendo de esa maldita dieta
que nunca empezamos, pensando en las calorías, pensando en que debimos haber
pedido mejor una ensalada insípida. Si tomamos, lo mismo.
Ya no tenemos tiempo para tomarnos un café por
la tarde o a mitad de tarde. Ya no hay tiempo para juntarse a hablar, porque
para eso está el Facebook, el Skype o el chat.
Si tenemos buen sexo o sexo abundante, pensamos
que nos estamos poniendo putas para nuestras cosas, sobre qué dirán de nosotras…
pensamos que no está bien andar de suelta de cascos por la vida. Y al final
todo el goce que está siempre presente en nuestras vidas se transforma en
culpa, miedo, rechazo. Tanto placer no está permitido.
Nosotros, como sociedad, en verdad somos algo
apagados y tristes. Y no estoy hablando del carrete non stop, porque uno puede
ser reventado, salir todos los días y amanecer encañado y seguir siendo
apocado. Estoy hablando de la alegría de vivir, de gozar, con cosas simples,
como un día más cálido, con un plato rico, o un beso memorable.
Yo debo confesar que soy bastante hedonista –
miren si hasta la palabra es negativa – porque me gustan las cosas placenteras.
Me gusta comer, tomar, bailar, hablar, tirar, besar, dormir, reír. Y claro que también a veces me siento
culpable y cuento calorías, o pienso que no debí pegarme esa siesta, porque se
me acumuló la pega. Lo llevo en los genes, nada qué hacer, pero igual siento
que gozo más de lo que me mortifico.
Mi conclusión – una de ellas – post viaje es
que hay que aprender a vivir y no a sobrevivir. Hay que aprender a usar los espacios
que la ciudad te da para pasarlo estupendo.
Y otra conclusión que saqué que profundizaré en
otra entrada es que, vale la pena volver a amar, vale la pena volver a
arriesgar y apostar por un proyecto en pareja. Cierto, a veces uno pierde, pero
a veces, uno gana y cuando eso pasa, todo calza.
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