miércoles, 3 de octubre de 2012

Gozar la vida y no parar de gozar


Vengo llegando de un viaje tan lindo a Baires. Lindo en todo sentido, desde la arista más personal, como el hecho de haberme podido organizar bien con todo para tener la libertad y la independencia de decir “hey, me voy de viaje”, pasando porque necesitaba descansar un rato, porque fui con N, porque pasaron cosas importantes allá, y porque vaya, qué linda y viva ciudad que es.

De hecho, es lo que más destaco de nuestros vecinos capitalinos. Pucha qué son prendíos y no tiene nada que ver con esta imagen del argentino sobrado, que habla fuerte y es soberbio. No estoy hablando de otra cosa, de tener una ciudad llena de lugares donde ir, y no sólo los sábados, sino que todos los días. Es como que la felicidad allá es de lunes a viernes, las 24 horas y los 365 días del año.

Sin duda tienen problemas – de delincuencia y corrupción especialmente – pero allá la gente goza lo que tiene. Los bonaerenses son gozadores. Comen, toman, hablan a destajo. Los parques están llenos y nadie mira al otro feo porque se tira en el pasto, porque lleva un picnic, porque se pone a tomar sol en bikini o porque toma mate. Acá, hacer eso es de rotos. Qué atroz, cómo es eso de andar sin polera en en Parque Bustamante o Baquedano, eso es como a la altura de bañarse en una pileta del centro.

Los restaurantes, los cafés los pubs atienden hasta tarde y la gente que va, no se pone a mirar el celular cada cinco minutos. No se pone a twittear lo que están haciendo, ni sacan fotos de la comida, ni nada. Ellos gozan. Gozan el minuto, el café conversado, el gusto de la pizza, el sabor del trago. Disfrutan del contacto humano o de por último leer el diario en silencio.

Eso me hizo pensar en lo culposos que somos, especialmente nosotras las mujeres. Si estamos delante de un plato rico, lo comemos, pero con culpa, pensando que no estamos saliendo de esa maldita dieta que nunca empezamos, pensando en las calorías, pensando en que debimos haber pedido mejor una ensalada insípida. Si tomamos, lo mismo.

Ya no tenemos tiempo para tomarnos un café por la tarde o a mitad de tarde. Ya no hay tiempo para juntarse a hablar, porque para eso está el Facebook, el Skype o el chat.

Si tenemos buen sexo o sexo abundante, pensamos que nos estamos poniendo putas para nuestras cosas, sobre qué dirán de nosotras… pensamos que no está bien andar de suelta de cascos por la vida. Y al final todo el goce que está siempre presente en nuestras vidas se transforma en culpa, miedo, rechazo. Tanto placer no está permitido.

Nosotros, como sociedad, en verdad somos algo apagados y tristes. Y no estoy hablando del carrete non stop, porque uno puede ser reventado, salir todos los días y amanecer encañado y seguir siendo apocado. Estoy hablando de la alegría de vivir, de gozar, con cosas simples, como un día más cálido, con un plato rico, o un beso memorable.

Yo debo confesar que soy bastante hedonista – miren si hasta la palabra es negativa – porque me gustan las cosas placenteras. Me gusta comer, tomar, bailar, hablar, tirar, besar, dormir,  reír. Y claro que también a veces me siento culpable y cuento calorías, o pienso que no debí pegarme esa siesta, porque se me acumuló la pega. Lo llevo en los genes, nada qué hacer, pero igual siento que gozo más de lo que me mortifico.

Mi conclusión – una de ellas – post viaje es que hay que aprender a vivir y no a sobrevivir. Hay que aprender a usar los espacios que la ciudad te da para pasarlo estupendo.

Y otra conclusión que saqué que profundizaré en otra entrada es que, vale la pena volver a amar, vale la pena volver a arriesgar y apostar por un proyecto en pareja. Cierto, a veces uno pierde, pero a veces, uno gana y cuando eso pasa, todo calza.

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